No hace tanto que la cocina top en el mundo entero seguía siendo la francesa, como desde muchos siglos atrás. Ya desde los gran­des banquetes de la Edad Media y hasta nuestros días, la cuna de las vanguardias culinarias fue siempre París. El mejor restaurante de Bar­celona, Madrid, Lima o Shanghai era siempre e incuestionablemente de cocina francesa. Un buen cocine­ro no lo era si no sabía preparar una tartare, una bernaisse, una veloutee o una mayonaisse. Ninguna carta que se preciara en el mundo podía dejar de tener una soupe d’Ognion, o un filet mignon.

Pero como todo en la vida, la co­cina también ha evolucionado y el cambio llegaba de la misma Francia. A principios de los 70, la nouvelle cuisine representó un grito de liber­tad para los cocineros franceses. Y solo tres décadas más tarde, el foco de interés se desplazaba unos kiló­metros más al sur de la cartografía europea, iluminando a unos cocine­ros que durante años, aprendieron de sus vecinos.

La cocina vasca y la catalana habían creado un nuevo concepto culinario que desmitificaba lo que durante años –siglos incluso– había sido el referente mundial. Nuestros cocineros perdieron los complejos y se atrevieron a trabajar con produc­to de su tierra, tratado ya con técni­cas que, lejos de épocas oscurantis­tas –la calidad no es un misterio-, eran compartidas por todos y, antes que nadie, por los vecinos más cer­canos. Se atrevieron a poner precios que recompensaban trabajo, dedica­ción y creatividad, y dieron pie a que el mundo entero se diera cuenta de que la mejor cocina no era sinónimo de una sola tierra y cultura.

Evolución enológica

El vino, como la cocina, también ha seguido su curso. Durante años Francia fue la cuna de las grandes maisons. Desde que en el siglo XVIII empezaran a adquirir noto­riedad, los vinos franceses han pre­servado su hegemonía de manera indiscutible durante siglos. Pero la historia también quiso que los amantes del vino descubrieran otros mundos más allá de Francia y que la atención ya no estuviera centra­da en un solo país. El primer gran hito tuvo lugar un 24 de mayo de 1976 en París. En una cata a ciegas organizada con líderes de opinión donde se revelaron vinos tranquilos –tin­tos y blancos- procedentes del nue­vo mundo que, por primera vez, se mezclaban con las referencias más consagradas de Burdeos y Borgoña.

El resultado superó las expectati­vas. Los vinos californianos fueron puntuados muy por encima de los franceses. Si bien es cierto que los vinos franceses siguen estando en la cumbre, ya no están solos.

Potencial

El reinado francés se ha mantenido, sin embargo, en el segmento del vi­no espumoso. La Champagne sigue vendiendo la idea, apoyada en los mayores presupuestos en comunica­ción del vino, de que ningún elabo­rador fuera de sus fronteras debería molestarse en intentar emular la ca­lidad de sus vinos espumosos. Se encuentra, de alguna forma, como la cocina de hace décadas.

Igual que en su día ocurrió con la cocina o el vino, algunas bodegas de cava cercanas a la frontera francesa, que en el s.XIX ya vendían vino a la Champagne en tiempos de filoxera, empezaron a creer que podían aspi­rar a elaborar grandes espumosos con uvas propias, autóctonas. Se fue tomando consciencia del gran potencial y de la belleza de la ma­teria prima que tenían al alcance de sus manos, con variedades como la xarel·lo, que resulta ideal para elaborar vinos espumosos de larga crianza.

En su día, la mayoría de pres­criptores de peso de la época pen­saban que no teníamos nada que ver con las grandes casas francesas. Hasta el día en que críticos y perio­distas internacionales empezaron a hablar del cava con las mismas bellas palabras con las que, hasta el momento, habían hablado del champán, reconociendo asimismo la singularidad de nuestros espu­mosos. Hoy, 20 años más tarde, el cava es un gran vino capaz de tras­cender a primer nivel mundial.

Barreras de mercado

El cambio del paradigma de la cocina y los vinos franceses ha sido posible porque no ha habido barreras de mercado. Al­gunos elaboradores de espumosos, de más de 40 países, antes acomple­jados como en su momento los co­cineros, ya empiezan a aspirar a la gran liga de los top, convencidos de que el cuidado y amor a la tierra, así como la capacidad de sacar de ella los mejores frutos, no es patrimonio de nadie. Es cierto que el mejor vino espumoso requiere conocimientos y técnicas muy costosas, pero tras más de 100 años compartiendo con nuestros vecinos, el que tenga los recursos y quiera, no hay barrera de mercado que no se pueda vencer.